miércoles, 19 de febrero de 2014

REINAS DEL SIGLO XXI

Perdido ya su origen en la noche de los tiempos, el Carnaval es, en su aspecto más evidente, una frenética celebración de la vida, de la fertilidad, de las ganas de existir. En resumen -¡feministas a mí!-: de la mujer. Y es que, por lo menos en nuestras latitudes, la mujer es la indudable protagonista del buri.
Cada agrupación, camarilla o comparsa elige a una mujer como su soberana. Y, entonces, todos los eventos son saturados por un colorido e incesante desfile de princesas y reinas. Una auténtica corte real, ‘viera usté’… Y, de entre todas ellas, la reina del Carnaval es el personaje principal.
Es a ella a quien se espera ver, surgida de pronto, en medio de luces y expectativas, vestida con alegorías tan bellas como imposibles y coronada, claro, como toda una verdadera soberana. Y es al influjo de ella, de su carisma, sus sonrisas y sus caderas, que los carnavaleros dan rienda suelta a su alegría, a sus ganas de celebrar afanosamente, hasta la madrugada, los tres días, como si el mañana no existiera.

Territorio de excesos
El Carnaval es el territorio de los excesos. Una vez al año, la policía social (las personas que detentan, la potestad de decidir qué está bien y qué está mal para los demás) se queda sin trabajo, y los celebrantes, al influjo de las bandas tradicionales o de los modernos “pichifones”, comen, beben y bailan como si fuera la última vez. Por supuesto, las aguililluras están a la orden del día, porque, no lo olvidemos, inmediatamente después sobrevendrá la Cuaresma, la temporada consagrada al recogimiento interior y la expiación de culpas.
Hace unos años, precisamente en carnaval, conocí a Oscar Barbery Suárez. Me pareció tan simpática y fundamentada su apología de las noches de mascaritas que inmediatamente me hice su amigo. En aquella inolvidable conversación, el creador de “El duende y su camarilla” nos contaba cómo, en la Santa Cruz de la Sierra de no hace más de tres décadas, las mujeres, protegidas por sus mascaritas y por el fingimiento de sus voces, por una vez al año se permitían ser las protagonistas del delicioso y casi olvidado arte, de seducir a alguien con palabras, picardía y frases de doble sentido. Ellas salían a los salones a conquistar, confundir, halagar, engatusar y hacer delirar a los varones que tontamente creían que por fin habían encontrado a la mujer de su vida.
“Con los años –se lamentaba Oscar−, hasta eso hemos perdido, sobre todo las mujeres, que en ese espacio, eran las soberanas de la juerga, la conquista y la noche”.

Santa Cruz de la Sierra,año 2014
Nuestra ciudad es carnavalera. Ya alguno de los avispados viajeros que la conocieron en el siglo XIX, dan fe de ello mediante vívidas descripciones de las coronaciones, bailes y reinados que se daban en aquellos tiempos. A esta vocación lúdica, debe sumársele una característica decisiva: los que por acá vivimos, somos seres atravesados por la selva, la luz y el agua, y, por lo tanto, predispuestos genética y culturalmente, a la fiesta, la sensualidad, el abrazo, el derroche, el deleite, la desmesura...
En lo personal, cada vez tengo menos dudas, la naturaleza esencial del Carnaval es la celebración masiva y frenética de lo femenino, es decir, de la vida, fertilidad y sensualidad, repitiendo consciente o inconscientemente, no sé qué antiguos y sagrados ritos destinados a propiciar siembras y cosechas.
La vida es, muchas veces, jodida. Aparentemente es una sucesión de problemas y obligaciones que nos rodea con persistencia carroñera (por eso debe ser que amamos los fines de semana, tanto como odiosos nos son los lunes…). Pero detrás de ese gris velo, late, con insistencia infinita, la certeza profunda de que vivir también puede ser una fiesta. De modo que, pensemos seriamente en dejar la seriedad de lado, por lo menos durante estos días, y dediquémonos, como los buenos seres humanos que somos, a celebrar esta temporada de excesos haciendo lo que más nos gusta: vivir.
Por eso, ¡que truene la banda, que vivan nuestras reinas y fuerza carnavaleros!

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